Lo primero que se le vino a la mente a Hidelbrando del Carmen al despertar, fue que ese día, en el cine Latorre, daban una película de Rosita Quintana. Después de casi dos años viviendo en Antofagasta, este niño no se olvida de sus días en la pampa. Pese a que en la ciudad ha descubierto cosas que lo han deslumbrado, añora aquellas tardes infinitas persiguiendo remolinos de arena por las llanuras del salitre.
Sus padres, evangélicos estrictos en cuanto a sus cánones doctrinarios, le inculcaron que el cine era una de las cosas mundanales de las que el credo abominaba. Pero para él este extraño sortilegio de las películas le ha transformado la vida y le ha mostrado el camino hacia su sueño de algún día llegar a ser un artista.
Sus películas favoritas son las mexicanas, sobre todo aquellas donde aparece la bella Rosita Quintana, actriz de la que se ha enamorado hasta los huesitos. «Y es que el amor que Hidelbrando del Carmen sentía por la imagen fílmica de Rosita Quintana era perfecto, lírico, primitivo. Era como amar a un ángel».